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noviembre 19, 2013

En la costa del Pacífico mexicano


Al mar en Manzanillo 

La autopista Guadalajara-Colima zigzaguea por despeñaderos y desfiladeros en su camino al océano. Al describir la geografía mexicana ya Humboldt advertía cómo cualquier invasión que se atreviera a desembarcar en las costas occidentales de México sería contendida por una barrera de montañas: muralla bastante impenetrable. Acaso eso explica porque la conquista de México no fue obra de los chinos. Pero la conquista de Hernán Cortés y sus hombres no fue tanto obra de España como de la isla de Cuba, desde donde realmente partió la expedición. Una conquista de México desde el Pacífico, en cambio, fracasaría a falta de una isla cercana en la cual resguardarse: los ejércitos que desembarcaran, navegando años desde la China, a fuerza tendrían que quemar sus naves.
Simulando las olas del mar vamos en el carro como sobre una tabla de surfing acelerando a más de cien, subiendo y bajando cuestas cada vez más pequeñas. Atrás han quedado los montes más agrestes y más atrás los llanos de Zapotlán y Guadalajara. ¿Por qué las grandes ciudades mexicanas, el DF, Monterrey, Guadalajara, están alejadas de las costas? Somos –los hispanoamericanos– bastante talasofóbicos: le tenemos fobia a Talas (mar en griego) porque nuestras costas son muy agrestes. Calurosas. No más el Pacífico se ha portado muy violento en días pasados: ha quedado color de ceniza después de los últimos huracanes y ciclones y en su vastedad, a veinte kilómetros de la costa, impregna todo de un fuerte olor a almeja y a mejillones podridos. A azufre. Como el Diablo.
Lo sentimos próximo por el olor a mariscos y al final aparece, entre las grúas del puerto de Manzanillo, su lámina azulada. Infinita. La visión del mar, en donde sea, siempre me ha parecido la de un planeta dentro del planeta o, mejor, la del verdadero planeta. Todos vivimos en islas. Lo veo a lo lejos azulado pero de cerca, donde las olas caen, advierto en el agua cierto tono café o como rojizo. Claro. Hay marea roja. Las algas marinas se alborotaron por el paso de los últimos ciclones y sangran, menstrúan, intoxicando a ciertos mariscos y arrojando, moribundos, a ciertos peces globos contra la playa. Caminando los encontrábamos más inflados y con la boca abierta. Aun sin ser pescado, todo pez muere por la boca.
Cenamos en un restaurante de mariscos a la sinaloense. La cultura –la comida– de la costa occidental del Pacífico mexicano la domina el estado de Sinaloa. Es el más volcado al mar. Sus ciudades, Mazatlán, al igual que Culiacán y Los Mochis, son costeras. ¿Cultura costeña? ¿Cultura del mar? No se nota al rompe: los pueblos costeros del Pacífico mexicano no se diferencian mucho de los del interior, de los del centro, en la medida en que el Pacífico no es propiamente un mar como el Caribe. Es un océano que impide el contacto constante con otros pueblos. El pueblo más cercano con el que podría encontrarse un navegante o un pescador, si zarpara de algún puerto de Colima, Jalisco o Sinaloa, sería, a miles y miles de kilómetros, Filipinas.
El Caribe, en cambio, sí es un mar de permanente fluidez cultural desde la más remota colonia: el puerto de La Habana está hermanado con el de Cartagena de Indias en Colombia, con el de Veracruz en México y con el de La Guaira en Venezuela, lo mismo que con el de Santo Domingo y el de San Juan en las otras Antillas mayores, sin hablar de las Antillas menores: Jamaica, Curazao, las islas Caimán, San Andrés, Providencia…

Barra de Navidad: el Macondo del Pacífico

 El Pacífico es nuestro mar-océano más solitario. Si se reescribiera la historia de Macondo, Cien años de soledad funcionaría mejor a orillas del Pacífico y no del Caribe. De Manzanillo viajamos en carro a un pequeño pueblo de pescadores entre una laguna y el mar, ya en el estado de Jalisco. Entramos a comer pescado en un kiosco al lado de la playa destrozada por el último ciclón. Al dueño del restaurante le caímos en gracia y comenzó a contarnos la historia del pueblo.
En primer lugar se llama Barra de Navidad porque en el siglo de las conquistas, a finales de 1500ypico, los navegantes llegaron el 25 de diciembre a una barra de arena que formaba la desembocadura de la laguna. Barra de Navidad fue el nombre más ridículo que se les ocurrió. Durante toda la colonia y gran parte del siglo XIX permaneció deshabitado. Despoblado. Apenas funcionaba como un pequeño astillero. No se conserva ninguna ruina colonial. Acaso la laguna sirvió de fondeadero para algunas naves en vísperas de partir a Filipinas. Una placa indica algo por el estilo.
La verdadera historia de Barra de Navidad, nos cuenta nuestro cronista, “se confunde con la historia de mi familia… Mi tatarabuelo vivía a principios del siglo XX en un pueblo de Jalisco, cerca de Guadalajara. Estaba sacando adelante a su familia: ya tenía tres hijos pequeños. Pero un día, por un pleito de tierras, se enfrentó a un federal. Y lo mató en un duelo. A riesgo de que lo apresara el Gobierno empacó todos sus enseres y con mujer e hijos huyó hacia la costa, donde el Gobierno no existía”. (Ya se ve, agrego en mi mente, como nuestros gobiernos no ejercían ningún control en las Costas: se interiorizaban). “Mi tatarabuelo se radicó con su familia aquí, en Barra de Navidad, entonces un minúsculo caserío de pescadores. Y comenzó a dotarlo de servicios básicos y no tardó en llegar el primer padre, pidiendo diezmos para levantar la primera iglesia varias veces derruida por los huracanes”. (No por nada, nos sonreímos Diana y yo, la bautizaron como la Iglesia del Cristo del Ciclón). “Mi tatarabuelo está visto como el verdadero fundador del pueblo. Todos dicen ser sus descendientes. Pero los de mi rama somos los verdaderos…”
La historia del tatarabuelo de nuestro cronista se me antoja igualita a la de José Arcadio Buendía cuando mató, después de una pelea de gallos, a Prudencia Aguilar en La Guajira. Entonces también tuvo que huir con su familia cruzando las selvas de la Sierra Nevada de Santa Marta, recalando a un costado en los planos del río Aracataca, de espaldas al mar, donde el Gobierno no ejercía presencia, para fundar Macondo. Lo curioso de Barra de Navidad es que parece también de espaldas al mar. Más volcada hacia la laguna y con varios caminos o rutas de emergencia hacia la cordillera en caso de tsunami. No supera los cinco mil habitantes. La talasofobia arroja a toda la población en las grandes ciudades del interior.

      EN VELA EN MAR

Volvimos a Manzanillo al anochecer.
Me desperté al otro día para alistar las cosas y marcharnos. Pasé una noche en vela.   
 Toda la noche la mar estuvo combatiendo contra la playa. A menudo cimbraba el vidrio de la ventana de la habitación y temblaba todo el edificio del hotel cuando una ola se formaba con otras olas, las abrazaba, y azotaba como una cachetada brutal la arena de la playa. Lo narró en pasado, pero sigue pasando en presente incesantemente hasta que el mar sea mar.
Estoy sin camisa y en slip sentado a una orilla de la cama de frente a la bahía de Manzanillo. La luz diáfana del amanecer azulea a lo lejos la lámina del mar. Dibujo en el aire los contornos de la bahía: a la derecha la península de Santiago como un enorme acantilado sobre el que se agarran todo tipo de mansiones y hoteles. A la izquierda, la base naval del Pacífico.
El sol entibia el sueño de Diana, acostada a mi lado entre sábanas blancas. Desnuda.

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