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mayo 23, 2015

Viaje con Marcos a Monterrey


Martes 19 de mayo de 2015

Estoy por tercera vez en Monterrey, y Marcos Daniel Aguilar por segunda vez. Nos invitaron al Festival Alfonsino que se celebra en mayo de cada año. Marcos viene a conocer a su segundo hijo de ensayo, La terquedad de la esperanza, y está inquieto como papá en pasillo de hospital. A la salida de vuelos nacionales, exhibiendo un cartelito con nuestros nombres, nos recoge Homero –semejante nombre ya hace literario cualquier viaje. 

Desde la ventanilla de la furgoneta que nos conduce del aeropuerto al hotel, con sólo alzar los ojos, puede verse toda clase de pancartas con insignias, lemas y rostros de políticos. Habrá elecciones de gobernador, diputados y presidentes municipales dentro de muy poco. Se tiene que alzar un poco más la vista para ver, envueltas en el aire del desierto, las cumbres del cerro de la Silla (asiento de gigantes), del cerro de las Mitras (como el gorro de un Papa teñido de mirra) y los cuernos de la Sierra-Madre-del-Norte. Marcos dijo, citando la "Atenea política" de Alfonso Reyes, que se necesita mirar al frente para percibir la grandeza, para no marearnos con la pequeñez. 

Reyes era oriundo de aquí. Nació en Monterrey el 17 de mayo de 1889. ¿Venimos a decir nuevas cosas sobre él o vamos a repetir las mismas necedades?   

–A ver Homero– le digo a nuestro guía. – Dime si te suena todavía actual este poema de Reyes  sobre Monterrey (lo he venido memorizando desde el avión). Bájale al radio que ya han sonado como tres canciones de Los Diablitos y de Los Inquietos (aquí se oye puro vallenato ventiado  como si estuviéramos en Barranquilla ¿no? Es que ya les digo: el Caribe colombiano y el norte de México se parecen porque son frontera por donde se miren). 

Homero apagó el radio. Recité a trechos las estrofas del poema "Infancia", y me salté hasta la última estrofa para acusar una voz más ronca:


Ay de mí! Cada vez que me sublevo,
mi fantasía suscita y congrega
cazadores, jinetes y vaqueros,
guardias contrabandistas,
poetas de tendajo,
gente de las moliendas, de las minas,
de las cervecerías y de las fundiciones;
y ando así, por los climas y naciones,
dando, en la fantasía
—mientras que llega el día—,
mil batallas campales
con mis mesnadas de sombras
de la Sierra-Madre-del-Norte.

–Pues sí, vato – me dice Homero. – Mira. Allá está el parque Fundidora y un poco más allá la cervecería Carta Blanca – y señaló hacia la izquierda, mientras se desviaba de la autopista para tomar el puente y cruzar el hilo de agua, pero con un cauce grande, del río Santa Catarina. 
 
Llegamos, hambrientos, al hotel. Dejamos las cosas en la habitación. Le enseñé a Dianis, por la pantalla del Iphone, el lecho del río Santa Catarina y las cimas de la Sierra-Madre-del-Norte. 

Al bajar vi sentado ya a Marcos en el comedor. Hablaba por celular con Margarito Cuéllar, el partero de su hijo de ensayo, La terquedad de la esperanza.

–Come, compadre –le digo. –Ya al rato te lo traen para que lo saludes y lo acicales.

Al terminar de comer una carne asada, llegó Margarito Cuéllar con el hijo de Marcos. Me pasó un ejemplar. 
–Mira – me dijo enseñándome la contraportada. –Recuerda que tú eres uno de sus padrinos. 
Pues sí. A ver cómo lo apadriné hace unos meses. Juzguen ustedes:

            Sin desdeñar el rigor académico, en el que parecen algo atascados los estudios sobre el Ateneo de la Juventud, este libro de Marcos Daniel Aguilar se diferencia de otros por su vitalismo. Vitalismo es una palabra muy cara para los intelectuales mexicanos de principios del siglo XX, deseosos de romper con una dictadura de 30 años –la de Porfirio Díaz–, pero a la vez temerosos de precipitarse en la violencia. José Vasconcelos, Martín Luis Guzmán, Pedro Henríquez Ureña y especialmente Alfonso Reyes (el más mencionado en este libro) vivieron entre brutales entusiasmos revolucionarios y contrarrevolucionarios, y escogieron el camino más difícil:  el término medio de la concordia y la cultura, lo que Marcos Daniel llama La terquedad de la esperanza. Parte de su tesis es que antes de que el Ateneo de la Juventud se disolviera tras la Decena Trágica en febrero de 1913, antes de la violencia y de los partidos gregarios, los jóvenes ateneístas planearon una revolución mucho más honda: la del nuevo hombre, la del ser humano en perpetua invención. 
            Ensayo de largo aliento con ser un libro corto (no supera las cien páginas), La terquedad de la esperanza incluso resucita a Alfonso Reyes en el Madrid de 1916, y Marcos Daniel se pone a dialogar con él y le abre cuentas y perfiles en Twitter y en Facebook. Lo actualiza: lo rejuvenece en el más bello sentido de la palabra. De ahí el vitalismo de su libro. El rigor académico, necesario para este tipo de investigaciones, no se aviene mal con el sentido narrativo de la vida, única condición para actualizar y resucitar –hacer nuestro– el pasado intelectual que nos antecede. El sentido de continuidad es la clave de la cultura. 
             
 Bonito eso del sentido de la continuidad como secreto de la cultura. Todo lo que rompe con la continuidad obliga a empezar de nuevo. 

20 de mayo de 2015


Después de haber almorzado por la carretera nacional y recorrer el municipio de Santiago y merodear una represa y pasear por una cascada como una cola de caballo, ya a las 19 horas del día estabámos en el patio sur del Colegio Civil. 

José Garza, director de publicaciones de la UANL y organizador del Festival Alfonsino, nos tenía tendida la mesa para el diálogo entre Marcos Daniel Aguilar, Víctor Barrera Enderle y yo.  

Entonces volví a ver, en primera fila, a Minerva Margarita Villarreal (nuestra próxima madrina) y, en otro lado, a Víctor Barrera Enderle. Ahí estaba a punto de sentarse. Igual de joven que hace casi diez años cuando lo conocí en la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá.

–Me he puesto yo más viejo, Víctor –le digo tras el abrazo. –Mira: ya tengo canas en la barba. 

Víctor Barrera Enderle es uno de los ensayistas mexicanos más interesantes actualmente. Este año acaba de publicar Nadie me dijo que habría días como éstos (editorial An.alfa.beta, Monterrey, 2015).

—Ahorita lo hojeas —me dice Víctor. —Empecemos.
Comencé comentando la alegría de volver a hablar de Reyes en Monterrey. Son uno para el otro. Luego pasé a proyectar una presentación en Power Point. En la primera imagen expliqué con varias fotografías el impacto histórico de la Decena Trágica, comienzo de la Primera Guerra Mundial si se mira a la historia en permanente conexión. Me despaché contra la historia eurocéntrica, y continué con la siguiente imagen: la invasión naval del puerto de Veracruz por la marina de Estados Unidos. La última imagen fue la de un huelguista castellano en agosto de 1917, a quien dos guardias civiles, jalándolo, tratan de desenchufarle los brazos. Écfrasis, digo; écfrasis, como quien grita ¡Eureka, Eureka!

Marcos Daniel Aguilar habló de los elementos de rebeldía que había hallado en su lectura de Cuestiones estéticas, el primer libro de Reyes (salió en París en octubre de 1910), como un plan de vida y de obra trazado por un joven que ya se olía muchos desastres y muchas miserias. La terquedad de la esperanza en medio de la Revolución mexicana, de la Primera Guerra Mundial, de la Guerra Civil española, de la Segunda Guerra Mundial. 

Reyes fue un maestro de dificultades. Movilizó la buena voluntad. México y el mundo no será mejor mientras cada uno no se haga mejor. El bien tiene que salir de lo privado a lo público, del individuo a la colectividad. La reforma moral, sentencia Marcos Daniel Aguilar. Necesitamos una reforma moral entre quienes nos "gobiernan". 

Aplausos. 

Esa noche cenamos en compañía de Minerva, de Víctor, de Ludivina Cantú, la directora de Filosofía y Letras de la UANL, y hablamos de cómo la nueva generación de estudiosos de Alfonso Reyes superan cualquier agresivo nacionalismo. 
—Pero por supuesto —dije—: Reyes  nos llega más, nos habla más a quienes no somos mexicanos de nacimiento que Octavio Paz, quién se enredó demasiado en los berenjenales del nacionalismo. 
—Tienes razón—, dice Víctor. — Pensar que hay quienes encierran a Reyes en un discurso mexicanista, y despachan a Pedro Henriquez Ureña por ser de la República Dominicana... 
Olvidan, continuamos hablando, la carta pública que Reyes le envió a Valery Larbaud en su revista Monterrey de agosto de 1930. Le dijo que no olvidara a Pedro Henriquez Ureña, cuya acción fue tan eficaz, tan determinante, que Reyes admitía tener una cicatriz de su traso siempre vigilante y orientador. 

Nos despedimos. 

Marcos y yo quisimos pedir un trago en el bar del hotel Crown Plaza, pero no había barman ni el mood suficiente. 

Jueves 21 de mayo de 2015 
 
—Y si te preguntaran que miedo y esperanza son, en su origen, lo mismo: dos formas de dominación política —le pregunté a Marcos en el desayuno. 
—Fíjate que en el Facebook una amiga justo me hizo un comentario parecido—me dijo. —Confundió la palabra esperanza con el maltrato que le han dado ciertos grupos políticos. 
—Pues toma aquí un rosario de escolios de Nicolás Gómez Dávila, que ayuda a agudizar los conceptos.
—Ustedes  los colombianos —me dice Marcos— o son revolucionarios o reaccionarios. Pocos tienen termino medio. 

Otro conductor nos llevó hasta el campus de la UANL. La seguridad se había triplicado, y un vigilante tuvo que consultar con otro, por radio, si permitía el ingreso del carro con "dos chavos, que vienen a presentar no sé qué cosa". 

¿Chavos? Marcos Daniel Aguilar y yo somos de 1982. Tenemos la edad de Cristo. Barbas. ¿Por qué se empeñara este vigilante en llamarnos chavos? 
—No llevamos traje, no portamos corbata, compadre—, me dice Marcos. 
—Hay que seguir el ejemplo de Héctor Iván Gozález: vestirse de traje para toda presentación. Una reforma moral— dije. —De vestimenta, para que no nos llamen chavos como el personaje del confuso Chespirito. 


A las 11:30 de la mañana nos sentamos en el auditorio de la Capilla Alfonsina de Monterrey. En el medio, para presentarnos, la directora y poeta Minerva Margarita Villarreal. Al fondo, en un mural, el paisaje de Monterrey: el cerro de la Silla, de las Mitras, las eróticas puntas de la Sierra-Madre-del-Norte. 
Si este mural hubiera sido hecho en tiempos de los muralistas revolucionarios, como el que pintó Diego Rivera en el Palacio Nacional del Df, hubiera desdeñado el paisaje. La visión. Reyes era un visualista, dije. Consideraba la vista como nuestro principal sentido. 
—Y el oído—añadió Munerva—. Porque era poeta. 
Por supuesto. Reyes se despojó de las vendas de las ideologías para ver con nitidez el mundo en torno. 
Marcos comenzó hablando de la relación entre Reyes y José Ortega y Gasset. El uno es un pensador utópico; el otro es un distópico, es decir, un cuestionador de utopías. Ambos se complementan. Y Marcos pasó a leer un extracto de un texto inédito. 

Aplausos. 

Abrazos con José Javier Villarreal y con Minerva y saludos al hijo veterinario de ambos que anda en Pelotas, una ciudad de Brasil. 

De regreso al hotel, para despedirnos, comimos con Pepe Garza y con Margarito Cuéllar. 
 
Por la ventanilla de la furgoneta conducida por Homero al aeropuerto, para tomar el avión al Df, me acordé de la prinera impresión que tuvo de Monterrey el colombiano  Barba Jacob cuando llegó en 1906: “montañas únicas, todo el imperio de la fantasía de la tierra, todo el caudal de matices, de la luz refractada y envolvente, todo el símbolo, toda la fuerza… ¡Espectros de una amistad elevada, sencilla, noble…! A su estímulo vital comencé a trabajar…” (“El poeta habla de sí mismo”, prólogo a El corazón iluminado, 1942. Pág., 10). 
A ver si pronto, Barba Jacob, comienzo a trabajar y a devengar. 

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